Dmitry Shostakovich, el célebre compositor y pianista ruso, recibió el anuncio de una cita con Stalin que el músico no habÃa solicitado. En aquellos años, una reunión con Stalin no era necesariamente una fuente de alegrÃas. Por el contrario, corrÃan historias de convites tras los cuales los invitados desaparecÃan. Desde luego, nadie se atrevÃa a preguntar por ellos. Esa era la fama del todopoderoso Stalin, el hombre de hierro que, con mano dura y cruenta, forjaba su singular despotismo.
Con ese trasfondo, Shostakovich temblaba de pánico de solo pensar en la reunión. Asà lo confesó a unos pocos amigos. En todo caso, acudió puntualmente al despacho del generalÃsimo en el Kremlin. Contrariamente a lo que esperaba, Stalin se mostró amable y habló sobre el mundo y el arte. Y asà consumió el escaso tiempo disponible. Cuando llegó el momento de levantarse y partir, de camino a la puerta de la sencilla oficina, suavemente Stalin le dijo al músico que algunos amigos del Partido se habÃan quejado de sus composiciones porque no contenÃan melodÃas fáciles de tararear. Y nada más dijo el anfitrión.
En ese instante, el pobre Dmitry, para sus adentros, ligó la cita que recién concluÃa con las duras crÃticas que, en esos dÃas, la prensa soviética dirigÃa contra sus obras. El temor profundo que inspiraba un breve encuentro con Stalin reflejaba el terror y la soberbia criminal que se atribuÃa al gobernante. Su poder absoluto también consumÃa las mentes de los mandamases de bajo nivel que aspiraban a convertirse en una nueva edición del incomparable Stalin, el zar indiscutible.
GuÃa silencioso. Hoy, para el mundo democrático, Stalin es una memoria sombrÃa, el amargo recuerdo del autócrata inclemente que se ufanó con Churchill de haber liquidado millones de rusos opuestos a la colectivización agrÃcola. Sin embargo, en el presente, Stalin también es el guÃa silencioso de un aparato decisorio, abocado a restaurar la influencia global de la Gran Rusia, dotada de una economÃa pujante y con libertades cÃvicas altamente fiscalizadas. En este retrato, Vladimir Putin es el presidente legitimado por elecciones competidas, aunque, en la práctica, es el rector omnÃmodo de Rusia.
No obstante, Putin también es conocido como jefe de una oligarquÃa de amigos que aprovecha las contrataciones gigantescas para repartir el fruto de la corruptela imperante en esos cÃrculos y posiblemente más allá. No sorprende, entonces, que académicos del Oeste se ocupen de los vicios que tienden a resquebrajar el aparato ruso.
Este ha sido el caso de la profesora Karen Dawisha, de la Universidad Miami en Ohio, autora de un nuevo libro que ya es estrella en las librerÃas: La cleptocracia de Putin: ¿Quién es el dueño de Rusia? (traducción del tÃtulo original de la obra en inglés). El libro llama la atención del lector sobre el amplio menú de las fuentes donde se nutre la voracidad: los permisos para operar en Rusia de compañÃas locales y extranjeras, contratos para obras estatales, privatización de empresas estatales, lavado de dinero, y asà podemos continuar en una larga lista. Estos ingresos pasan a los oligarcas y, por supuesto y de alguna manera, a Putin.
Los amigos –y sociosâ€� del presidente destacan por el lujo y calidad de su ropa, y lucen relojes de pulsera que cuestan en las joyerÃas $170.000, y posiblemente más. No menos revelador es el monto en que se estima la fortuna personal de Putin: $40.000 millones. De estas amistades se espera una lealtad absoluta al presidente. Quienes desafÃen esta regla (no escrita, desde luego) encaran durÃsimas consecuencias, como ha ocurrido con Mikhail Khodorkovsky, quizás el más conocido, pero hay muchos más.
Además de libros, hay una nutrida cosecha de reportajes y artÃculos, en especial de escritores y académicos del Oeste, por supuesto. Referimos al amigo lector, por ejemplo, a David Remnick ( The New Yorker ), con “Watching the Eclipseâ€�; asimismo, a Anne Applebaum ( The New York Review of Books ), con “Putin’s Kleptocracyâ€�.
Y, asÃ, podrÃamos continuar en este largo trecho.